lunes, 4 de abril de 2011

El Violín de Don Anatolio

Mi abuelo era un hombre ya anciano cuando yo era aún niña. Fue un señor alto y rubio con barba tupida y larga, ojos azules de mirada franca, su carácter alegre y platicador, aunque algo irónico.
¡Como era bueno para caminar! Recorría grandes distancias a pie que lo llevaron a conocer varios lugares.
Mi abuelo paterno murió en un accidente en un camino vecinal, me dejo tantos recuerdos. Al evocarlo  vuelvo a ver  cómo era mi pequeño pueblo de Temósachi  en ese entonces; sus casas y sus tapias de adobe, sus calles y callejones, su río y los montes cercanos.
Entre los contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular, apergaminado, estevado, chacalito (como los elotes deshidratados por la acción del fuego), de ojos negros y brillantes, amante de la música.
Años atrás sacristán: sabía leer, tocar el violín y cantar himnos religiosos. Vivía solo en un cuarto de adobe, rodeado de un maizal en su solar, donde además había unos cuantos árboles.
La casa de don Tolio, como todos le decían, estaba cerca del río; muchas calles y callejones llegaban hasta los barrancos por lo que la mayoría de las gentes lavaban su ropa, se bañaban y usaban su agua para el uso doméstico.
Don Anatolio mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas de la puerta; vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba que hacia para mantenerse, el anciano le respondía que con una lucha le bastaba. Oírlo mi abuelo y ponerle apodo al pobre señor fue un segundo. Buenos días, “Pocalucha,” ¿cómo amaneciste?, le gritaba junto a la puerta de don Anatolio, que salía lleno de coraje a coger piedras tirárselas a mi abuelo.
Dentro de la habitación de don Tolio había una cama alta, o sea dos bancos angostos y largos de madera con unas tablas arriba, una mesa con una o dos sillas y, colgando de una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde escapaba el humo de la leña y las jarillas. En el patio se apilaban un sinfín de enseres, desde el viejo arado, la caña de pescar, trastos y los aparejos del burro que encerraba en el marchero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para pasar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y cocer su frugal comida.
Don Anatolio se bañaba y lavaba su escasa ropa en el río donde la dejaba de un día para otro apresada con unas piedras; de vez en cuando pescaba bagres que salaba y secaba para consumirlos poco a poco.
La vida solitaria de este señor parecía rara, pero según el decir de algunos vecinos, era un hombre con cultura, le gustaba leer arcaicos libros, sabia tocar el violín así como muchos cánticos sagrados; a veces se le oía cantarlos en latín. Era temeroso, anteriormente esos pueblos con escasos pobladores eran asaltados por gavillas, se llevaban a las mujeres y el ganado; por eso las gentes en cuanto se metía el sol ya estaban dentro de sus casas.
También don Anatolio se recogía temprano y no le abría la puerta a nadie.
Don Tolio, me decía papá Lolo, o sea mi abuelo, estaba lleno de cierto misterio. En lo profundo de la noche se ponían a tocar el violín (aquél que descolgaba de la escarpia) para ahuyentar al malo, al demonio, porque este instrumento se tocaba en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.
Don Anatolio tendía el cuello nervudo y seco, con sus manos sarmentosas tocaba y tocaba y tal parecía que en esos momentos su espíritu se liberaba con la música de aquel violín que subía en el aire nocturno en las horas de silencio profundo, mientras en el cielo las estrellas brillaban, parecía que chispeaban como pedernales. Eran tan densas las tinieblas que no se veía la palma de la mano. En ese tiempo no había en los pueblos luz eléctrica.
Los vecinos ya estaban acostumbrados a oír a don Tolio tocar el violín; pero aun así se santiguaban temerosos y había que escuchar que voz tenía aquel viejo cuando cantaba himnos muy antiguos, envueltos todavía entre las sombras que preceden al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.
Después, cuando cesaban los cantos, don Anatolio removía el rescoldo para rescatar las brasas y encender el primer fuego del día, recogía la ceniza que guardaba para tapar las goteras de la azotea de su vivienda. Ponía a hervir agua para el café y en las brasas doraba las tortillas para desayunar; después salía a darle agua al burro, lo llevaba al río que estaba cerca y allí se lavaba la cara y las manos. ¡Cuidado, Pochalucha!, le gritaba mi abuelo desde el barranco, estás tan flaco que la corriente te puede arrastrar. Viejo lengón, le contestaba don Anatolio, y mi abuelo se retiraba muerto de risa.
 Así fue pasando la vida don Tolio, entre oscuras noches y claros amaneceres; solitario, pobre y conforme con lo que tenía.
Papá lolo me dijo un día: Ya se murió Pochalucha, que Dios lo haya perdonado.
Pasado algún tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido don Anatolio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo escuchaban en la tranquilidad de la noche la música del violin, que salía del maizal; era como si una mano invisible arrancara aquellos arpegios que se iban apagando en el espacio. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta, santiguándose apresuraban el paso para llegar pronto a sus casas, además los perros de las cercanías aullaban lastimeramente en esas horas de la medianoche. ¡Ave María Purísima!, exclamaban las gentes y metían la cabeza debajo de las cobijas, para no oírlos.
Otros los madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Tolio se escuchaban cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos. Eran los cantos de alba para disipar las sombras de la noche: “Ya viene el alba, ya viene el día, daremos gracias, Ave María”.
Hace muchos años que murió mi abuelo; pero yo cada vez lo recuerdo y me pregunto: ¿Qué sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Los cantos impregnados de humo escapaban por la chimenea al clarear el día. Mucho tiempo después las gentes se contaban unas a otras haber oído aquella música y aquellos himnos de alguien que ya había muerto.
Diré como decíamos antes: “Que mis palabras no le hagan ruido”

Versión escrita: Eva Muñoz

Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario